8 de mayo de 2010

Hallado en EE UU un manuscrito inédito de José Luís Borges

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Casi cuatro páginas manuscritas con una letra tan minúscula que hace falta una lupa para leerla, el relato inacabado de los desheredados nietos de un héroe de la guerra de independencia, un manuscrito inédito que podría ser la novela que no quiso escribir el padre de todos los cuentos.

Jorge Luis Borges empezó y abandonó un texto que hoy reflota entre los documentos que sobre el argentino posee el Harry Ransom Center for the Humanities de la Universidad de Austin (Tejas, EE UU). El manuscrito no tiene ni fecha ni título, pero se calcula que lo escribió en 1950. El título con el que se le identifica es Los Rivero.
El crítico y profesor de la Universidad de Brown Julio Ortega lo descubrió en lo que él califica su "peregrinaje por la pasión borgiana". "Todo lector de Borges busca las fuentes, las primeras ediciones, los manuscritos... Reconocí la letra, que en este manuscrito revela el progreso de su ceguera. El manuscrito de El Aleph, que está en la Biblioteca Nacional de Madrid, es mucho más legible que este". Para Ortega, Borges abandonó Los Rivero cuando se dio cuenta de que no era un cuento sino una novela que le exigía extenderse. Descreído de un género del que huía y renegaba, dejó de lado su relato. "Se trata de la historia de los nietos de un coronel que peleó como lancero en las guerras de la independencia americana. Estos nietos viven en la pobreza y en la marginación. Son los descendientes de los fundadores de la República que han perdido la República. Viven en una melancolía amarga, viven en la memoria del héroe, del bien perdido, en un estado fantasmagórico, en el culto al pasado".
El texto manuscrito de Los Rivero arranca así: "Hacia 1905, la cancel de hierro forjado había cedido su lugar a una puerta de madera y cristales y bajo el llamador de bronce había un timbre eléctrico, ahora, pero en general la casa de los Rivero -con el zaguán oscuro, con los patios de baldosa colorada, con el aljibe inútil y con una higuera en el fondo- correspondía con suficiente rigor al arquetipo de casa vieja del barrio Sur, y el espectro del coronel Clemente Rivero (que murió, desterrado, en Montevideo, dos meses antes del pronunciamiento de Urquiza) lo habría identificado sin mayor dificultad".
El texto íntegro formará parte de una edición de lujo que verá la luz este 25 de mayo. Un total de 100 ejemplares que incluyen un facsímil del manuscrito, su transcripción, fotografías y una serie de dibujos del argentino Carlos Alonso inspirados en el relato. A cargo del Centro de Editores, el proyecto ha contado con la colaboración de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges. "Hemos querido conmemorar así el Bicentenario de la Revolución de Mayo Argentina", apunta su editor, Claudio Pérez Míguez.
"María Kodama lleva mucho tiempo intentando reunir todos los manuscritos de Borges", continúa Ortega. "Lo más probable es que este texto fuera a parar al Centro Ransom de manos de un amigo o traductor de Borges, o quizá lo vendiera uno de sus sobrinos a un anticuario y el Centro lo acabó comprando".
Ortega asegura que es fácil, una vez que uno se acostumbra, descifrar la letra de Borges. "Es muy interesante cómo al estar casi ciego su letra, que era preciosa, se vuelve aún más simétrica y muy cerrada. Escribía de memoria".
En su minúscula letra, escribe Borges: "Es sabido que la historia argentina abunda en glorias familiares y casi secretas, en próceres que llegan a ser el nombre de una calle; tal vez no huelgue recordar al lector que el coronel Rivero fue el héroe de la primera carga de Aturia, título que en vano le niegan todos los historiadores venezolanos, víctimas de la envidia y del localismo, y que defienden con razones irrefutables los argentinos amantes de la verdad. En el desorden de las guerras de la independencia de América, el coronel Rivero tuvo un claro momento de gloria, cuando "lanceó a los godos" y decidió la suerte de una provincia; sus bisnietos guardaban con piedad y con justificadísimo orgullo el hierro de la lanza que blandió entonces".
Borges llamó a Los Rivero "crónica", crónica histórica sobre unos huérfanos de los que hoy sólo sabemos que siendo "descendientes directos de los guerreros que la habían fundado y defendido no contaban ya para nadie".

20 de abril de 2010

El primer escritor americano, Mark Twain II

Mark Twain
Manuscrito de 'Las aventuras de Huckleberry Finn', novela considerada la obra maestra de Twain.

El primer escritor americano

por VIRGINIA HERNÁNDEZ
Para muchos Mark Twain es sinónimo de novelas juveniles y largas tardes de agosto, pero lo cierto es que el escritor de Misuri está considerado uno de los más importantes de la literatura estadounidense. Twain, seudónimo de Samuel L. Clemens (1835-1910), ya fue popular cuando estaba vivo (algo que entonces experimentaban muy pocos) y supo retratar —y criticar— como nadie las injusticias de su época y de su tierra, el sur de EEUU: el racismo, la segregación, el maltrato, el odio, los excesos…
El autor, considerado el Charles Dickens del nuevo mundo, fue maestro de maestros. Buena prueba de ello son los elogios de escritores que supusieron tanto para el siglo XX como William Faulkner, Norman Mailer o Ernest Hemingway. «Fue el primer escritor verdaderamente americano y todos nosotros somos sus herederos», dijo el autor de 'Luz de agosto' o 'Mientras agonizo', sureño como Twain y tan curtido como reportero como lo estuvo su antecesor. Para Mailer «la prueba de lo buena que es 'Huckleberry Finn' es que puede ser comparada con las mejores novelas modernas». Algo que compartió el escritor de '¿Por quién doblan las campanas?': «Toda la literatura moderna americana procede de un sólo libro de Mark Twain titulado 'Huckleberry Finn'. Todos los textos estadounidenses proceden de este libro. No hubo nada antes. No ha habido algo tan bueno desde entonces».
Aunque con su habitual ironía, Twain aseguró que «un clásico es alguien a quien todo el mundo querría haber leído pero que nadie quiere leer», Huckleberry, el espíritu libre que acompañó a Tom Sawyer y ayudó a escapar al negro Jim, nos muestra las miserias humanas sin reparar en remilgos absurdos. Aunque acaben en la moraleja que la conciencia de Twain imprimió a su vida. Sus personajes no tienen la misión divina de buscar la justicia y seguir el camino recto; son criaturas y por ello sienten envidia, ira y quieren, como fin último, salvar su cuello. Así lo expresó en 'Los inocentes en el extranjero', el libro de viajes que salió de su periplo por Europa y los territorios palestinos: «Y así va el mundo. Hay veces que deseo que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco». No confía en los humanos, pero espera poder hacerlo.
Sus vivencias marcaron sus escritos. La infancia de niño enfermo y la pérdida de su padre labró sus inicios. Su trabajo como práctico de un vapor del Misisipí, su labor como reportero del periódico de su hermano, la Guerra de Secesión, los éxitos, sus viajes, la pérdida de su esposa y de tres de su cuatro hijos, su riqueza y su ruina. Un recorrido vital que fue afianzando su vena más sarcástica y que rozó con la amargura. Su legado más ácido llegó después de su muerte. Los albaceas publicaron de forma póstuma su autobiografía y los textos más críticos que muestran su tormento: hasta 1946 no vieron la luz 'Cartas desde la Tierra', en las que el propio Satanás se plantea la relación entre Dios y los hombres. «Ellos rezan por ayuda y favor y protección cada día; y lo hacen con confianza a pesar de que ninguna oración ha sido jamás contestada». 

El viajero del Misisipí: Mark Twain

por RAQUEL QUÍLEZ
Twain, junto a su esposa Olivia Langdon y sus tres hijas, a la entrada de su casa de Hartford. | AP
Fue Samuel Langhorne Clemens hasta los 28 años, cuando se entregó de lleno a la pluma. Mark Twain fue el pseudónimo erigido a modo de barrera entre una vida intensa antes y después. Aderezada siempre con ironía, marca de la casa. «Dentro de 20 años estarás más decepcionado por lo que no hiciste que por lo que hiciste», dijo. Y se aplicó con rigor la premisa.
Se cumplen ahora 100 años de la muerte del genial escritor que nació el 30 de noviembre de 1835 en Florida (Misuri), donde sus padres habían emigrado para estar cerca del 'tío John', un próspero comerciante dueño de una granja y unos 20 esclavos negros. También su padre se dedicó a la tierra, actividad muy lucrativa en un país en plena efervescencia expansionista. Eran los años de las grandes plantaciones de algodón, de los desgarradores cánticos de lamento... Y todo quedó plasmado en sus obras.
A los cuatro años, su familia se trasladó a Hannibal, pueblo ribereño del Misisipí que sirvió de inspiración para el San Petersburgo de Sawyer y Huckleberry Finn, sus grandes creaciones. Twain siempre bebió de su experiencia. A los 12 años quedó huérfano de padre, dejó los estudios y se empleó como aprendiz de tipógrafo. Así empezó a familiarizarse con las letras y pronto llegaron las primeras colaboraciones en redacciones de Filadelfia y Saint Louis. Pero el cuerpo le pedía cambios y pasados los 18 años decidió iniciar sus viajes en busca de fortuna. Fue piloto de un vapor fluvial —la actividad, confesó, que más feliz le hizo en su vida—, inspeccionó minas de plata, fue buscador de oro... Eran los años de la conquista del Oeste. Se habían descubierto metales preciosos en California y el país entero cambió su eje en busca de suerte. Pero, uno a uno, sus sueños se fueron frustrando: la Guerra de Secesión de 1861 interrumpió el tráfico fluvial, las minas de Nevada resultaron demasiado duras, y el oro tampoco apareció como esperaba.

La tabla de salvación de la literatura

La pluma se convirtió en el modo más realista de ganarse la vida. Trabajó como periodista en varias cabeceras y le dio a la ficción hasta que en 1865, año en que termina la guerra salvando la unidad del país, le llegó su primer éxito: 'La famosa rana saltarina de Calaveras'. Lo firmaba Mark Twain, expresión del Misisipí que significa dos brazas de profundidad, el calado mínimo para navegar. Empezó entonces una etapa de continuos viajes como periodista y conferenciante que le llevaron a Polinesia, Europa y el cercano Oriente. Y también los inmortalizó en libros: 'Los inocentes en el extranjero' (1869) y 'A la brega' (1872), en el que recrea sus aventuras por el Oeste.
Tras casarse en 1870 con Olivia Langdon, hija de un capitalista muy activo en la lucha antiesclavista, se estableció en Connecticut. Se acabó la vida de nómada y comenzó la crítica social denunciando la corrupción política o las ansias por enriquecerse a cualquier precio. Seis años más tarde publicó su primera gran novela, 'Las aventuras de Tom Sawyer' (1876), basada en su infancia. Después llegaron las de Huckleberry Finn (1884), también ambientadas en el ribera del gran río, aunque menos autobiográficas. Y de nuevo sus propios pasos en 'Vida en el Mississippi' (1883), sobre su añorada etapa como piloto fluvial.
Las cosas le iban bien, incluso crea en 1884 su propia editora, la Charles L. Webster and Company. Pero, poco a poco, la vida empieza a torcerse. Y la amargura invade sus páginas. En 1893 invierte en un nuevo tipo de máquina que mecanizaba el proceso de composición de texto, la linotipia Paige, y pierde mucho dinero, por lo que debe mudarse a Europa y recorrer el mundo como conferenciante para recuperarse. Dos de sus hijas mueren, por meningitis y epilepsia, y su mujer enferma y también pierde la vida. Esos últimos años no fueron fáciles para Twain. Ya en 'El forastero misterioso' (novela póstuma publicada en 1916) afirma que se siente como un visitante sobrenatural, llegado con el cometa Halley y dispuesto a abandonar la Tierra con la siguiente reaparición del astro, que ponía fin a su ciclo de 79 años. Y fue así como sucedió.
Falleció el 21 de abril de 1910 en Redding (Connecticut) , pero incluso con su muerte tuvo que recurrir a la ironía. Y es que el New York Journal se adelantó y en 1897 ya publicó su deceso. Letal error al que Twain respondió con una carta al director: «James Ross Clemens, un primo mío, estuvo seriamente enfermo en Londres hace dos semanas. La noticia de mi enfermedad derivó de la enfermedad de mi primo; la noticia de mi muerte fue sin duda una exageración», decía. Escéptico, solía afirmar: «Y así va el mundo. Hay veces en que deseo sinceramente que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco». Y así lo vivió él. Genio y figura hasta en la muerte.

19 de febrero de 2010

poema inédito de Neruda

La pieza desconocida, que está referida a Valparaíso, la ciudad donde se celebra el Congreso, es una especie de juguete poético.
 
Academias llevan a Chile poema inédito de Neruda
sopresas   Chile respira poesía por todos los lados, y el género tendrá un protagonismo especial (Foto: Archivo EL UNIVERSAL )

La edición popular conmemorativa de Pablo Neruda, que han preparado las Academias de la Lengua Española para el Congreso Internacional que se celebrará en Chile en marzo, es "una excepcional antología" que contiene un poema inédito "muy entrañable" y escrito en clave. Este inédito, que está referido a Valparaíso, la ciudad donde se celebra el Congreso, y que es una especie de "juguete poético", fue revelado por el director de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha, en un desayuno informativo en la sede de la Agencia Efe y que estuvo protagonizado también por la directora del Instituto Cervantes, Carmen Caffarel.
Como dijo Caffarel, "Chile respira poesía por todos los lados", y en el Congreso este género literario tendrá un protagonismo especial, que quedará patente en diferentes homenajes y en las antologías que tanto las veintidós Academias de la Lengua como el Cervantes han preparado para este gran encuentro cultural, cuyo lema es "América en la lengua española".
Los dos homenajes más importantes del V Congreso Internacional de la Lengua Española se rendirán a "dos grandes voces de América y Premios Nobel": Pablo Neruda y Gabriela Mistral, escritores chilenos a los que las Academias de la Lengua han dedicado sendas ediciones conmemorativas, que se presentarán esos días.
Según afirmó García de la Concha, la iniciativa de dedicar una edición de este tipo a Neruda partió de la Academia chilena y del Gobierno de ese país, y el resultado es "una excepcional antología, coordinada por Hernán Loyola, gran especialista" en el autor de "Veinte poemas de amor y una canción desesperada".
No es fácil encontrar inéditos de Neruda, pero la edición de las Academias contiene uno, que "es muy entrañable y que está referido a Valparaíso". El autógrafo ha sido cedido por Nurieldín Hermosilla, "un nerudista generosísimo", comentó el director de la RAE.
El poema guarda relación con el momento en que, durante la dictadura militar de los años 40, "Neruda tiene que andar escondido de una parte a otra y, entonces, una familia de Valparaíso le presta asilo en una casita de uralita, elemental".
El gran escritor chileno, que murió el 23 de septiembre de 1973, pocos días después del golpe de estado de Augusto Pinochet, habla de aquellos momentos de 1948 en su poema "varias veces, y premia el cariño de esa familia" con una especie de "juguete poético", escrito en clave.
El nerudista que ha cedido el autógrafo se ha encargado también de "explicar las claves" de lo que cuenta el Premio Nobel chileno.
El escrito inédito va en un apéndice de la antología y el propio Neruda deja claro el carácter "espontáneo" del texto y dice que no estaba "todavía para publicar", señaló García de la Concha.
La edición conmemorativa lleva el título de "Antología general", en un claro guiño al "Canto general" de Neruda, y permite seguir "magníficamente" la relación del escritor con su producción poética".
La antología lleva varios estudios introductorios y temáticos "realmente excepcionales", firmados por Jorge Edwards, Hernán Loyola, Marco Martos, Pere Gimferrer y Francisco Brines, entre otros.
En cuanto a Gabriel Mistral, la edición reúne los cuatro libros de poesía que publicó en vida, además de otros textos poéticos que pueden considerarse "casi inéditos" porque fueron publicados en revistas sueltas.
"Hemos echado mano del legado de Gabriel Mistral, recientemente adquirido por el Gobierno chileno y que está depositado en la Biblioteca Nacional de Chile", explicó García de la Concha.
La antología de Gabriela Mistral contiene también textos en prosa, una dimensión "poco conocida" de la gran escritora chilena, "siendo una prosista excelente", aseguró García de la Concha.
"De ahí sale una figura de Gabriela Mistral bastante distinta de la que circula habitualmente, la de la 'maestrita' de América. Aparece una mujer mucho más compleja, más rica y con muchas más dimensiones, desde la política y el compromiso social hasta la actitud hacia el indigenismo".
El académico chileno Cedomil Goic se ha encargado de la selección y fijación de los textos de Mistral.
Por otra parte, la Antología de la poesía hispanoamericana que ha preparado el Instituto Cervantes para el Congreso de Chile le hace hueco a los poetas más jóvenes, "a los que tienen ahora entre 30 y 50 años". Esos que, "seguramente, ganarán el Premio Cervantes en el futuro", dijo Carmen Caffarel.
El venezolano Gustavo Guerrero se ha encargado de coordinar la antología del Cervantes, que va acompañada de un vídeo, realizado por la Agencia Efe, en el que los poetas leen poemas suyos y "desvelan su proceso de creación", agregó la directora del Cervantes.

24 de enero de 2010

Dictadura y caricatura, riman pero no conjugan

[foto de la noticia]
Ese día, los lectores que con múltiples precauciones paraban en el quiosco a comprar la revista Humor, retrocedieron espantados. Era el 12 de diciembre de 1979, estaban en plena dictadura y en la tapa de la revista aparecía la caricatura de un tipo de cara alargada, rasgos ascéticos, medios aindiados y el pelo aplastado con gomina.
Aquel no podía ser otro que Jorge Rafael Videla, el jefe de la Junta Militar, sujeto siniestro donde los hubiera. Habían transcurrido tres años desde el comienzo del Proceso de Reorganización Nacional (PRN) con que los generales pusieron fin a la endeble democracia e instauraron su régimen de terror. La gente ya tenía conocimiento del secuestro y desaparición de miles de ciudadanos.
Hacia falta valor para comprar una revista con veladas críticas –pero críticas al fin- a la gestión económica del gobierno de facto. Pero había que ser un suicida para publicar un número satirizando con el pincel a Videla y estar demente para comprarlo.
Y sin embargo aquella edición tuvo una tirada cercana a los 250 ejemplares. Hasta el día de hoy, los historiadores indagan como fue que esos generales, tremendamente susceptibles, toleraron que Andrés Cascioli, editor y dibujante, los retratara con narizotas, cejas de ogro, ojos desorbitados.

El primer número de Humor salió en 1978

El primer número de Humor salió en 1978, como un proyecto en el que participaban escritores y columnistas desafectos de la dictadura, como Osvaldo Soriano, Aída Bortnik y muchos otros. Lanzarlo ese año no fue una decisión al azar: en Argentina se disputaba el Mundial de Fútbol y la represión había aflojado un poco.
El motor de la revista eran las portadas de Cascioli y las tiras de Grondona White, Meiji, Tabaré, Tomás Sanz , Trillo y otros. Algunas como Vida Interior, El Doctor Cureta o Las Puertitas del Señor López se convirtieron en clásicos del género. Pero digamos que la guinda de aquella tarta eran las portadas.
Cascioli tanteó el terreno caricaturizando primero a los funcionarios civiles del régimen, sobre todo al ministro de Economía, Martínez de la Hoz a quien le sacó mucho partido gracias a sus orejas de murciélago. Luego se atrevió con los uniformados: el general Viola luchando contra los tiburones de la inflación, el almirante Massera abandonando el barco en que se hundían sus colegas, en una lancha de rescate y por último, ya en el ocaso del régimen, Fortunato Galtieri, artífice del desastre de la Guerra de las Malvinas , con el atuendo de un gladiador.
Con el retorno de la democracia, en 1983, Humor perdió su razón de ser, habiendo cumplido con la misión de entretener a los argentinos en una época en que pocos sonreían.

La revista Satiricón

La revista Satiricón, otro muestrario del arte de la caricatura, fue la precursora de Humor y aunque surgió en noviembre de 1972, cuando aún se respetaba –al menos en teoría- la libertad de expresión, fue mucho más censurada que su sucesora. El caudillo Juan Domingo Perón era de uno de esos narcisistas que se miran en las ventanillas de los autos y que lo dibujaran con una cabezota desproporcionada constituía para él un acto de leso patriotismo.
A su viuda y sucesora en el poder, Isabel Martínez tampoco le gustaba que se mofaran de su extremada delgadez y de su peinado como esculpido en la roca. Así como Humor floreció bajo la dictadura, Satiricón se replegó. Sus talleres cerraron en 1976, poco después del golpe militar y reabrieron en el 2004 cuando ese género de publicaciones había perdido su atractivo.

Más conocido bajo el seudónimo de Oski

Una de los astros fugaces de Satiricón fue Oscar Conti más conocido bajo el seudónimo de Oski, que adoptó porque al principio se avergonzaba de publicar caricaturas en vez de óleos, él que había estudiado en la Escuela Nacional de Bellas Artes (Argentina). Más tarde el dibujante y los críticos descubrieron que la caricatura también puede ser un arte, donde se ven reflejadas las virtudes y las taras de una sociedad. Nadie con edad suficiente olvida a esos personajes con ojos de huevo y piernas escuálidas, eternamente serios o perplejos.
Nacido en 1914, Oski saltó a la fama ilustrando los deliciosos textos de César Bruto en la revista Rico Tipo. Oski sentía verdadera pasión por la Historia y sus textos ilustrados, Vera Historia de las Indias (1958) o Vera Historia del Deporte (1973) son exhibidas hasta hoy en los museos.
Oscar Conti colaboró con publicaciones de izquierda como L’Unita y Paese Sera; vivió un tiempo en Cuba, después de la revolución y en Chile bajo el gobierno de la Unidad Popular. Luego trabajó para la Editorial Lumen, en Barcelona.
Había jurado no pisar su tierra natal mientras persistiera la Dictadura, pero carcomido por el cáncer y sin un peso en el bolsillo regresó a Buenos Aires, donde falleció en 1979, en la cama de un hospital.

17 de enero de 2010

Un buzón de cartas y emociones toma las páginas de 'Litoral'

Carta de Benjamín Palencia a Emilio PradosCarta de Benjamín Palencia a Emilio Prados
Esas vidas escritas que han corrido hacia algún lado tras el pulso de la caligrafía y la envoltura íntima de la carta atraviesan el nuevo número de la revista 'Litoral', que se presenta este jueves en el Centro Cultural Provincial de calle Ollerías. Se trata de un homenaje en toda regla a ese mundo romántico que rodea todo lo relacionado con el correo tradicional, y tiene en su trasfondo un recorrido por la historia del arte y la literatura que cobra sentido con la transcripción de las misivas que emborronaron sus celebridades.
No en vano, tras el inicio que marca el análisis a través de artículos firmados por Antonio Jiménez Millán, Jordi Gracia o Miguel Gómez, el grueso de la publicación lo conforman 'Cartas&caligrafías', un bloque que se ordena en sentido cronológico y tiene como remitentes a decenas de escritores, artistas e intelectuales de todos los tiempos. Sus cartas ocupan casi 200 páginas estructuradas en torno a tres partes: 'Los inicios, de Ciceron a Mozart'; 'Románticos, realistas y visionarios, de Blake a Rimbaud'; y 'La tradición de ruptura, de Freud a Kerouac'.
Todas ellas trazan un mar de curiosidades, un cúmulo de intimidades como las que se leen en este fragmento, extraído de una misiva dirigida desde Cuba por Ernest Hemingway a Marlene Dietrich en 1950: «Te estás poniendo tan bella que tendrán que hacer fotos para tu pasaporte de tres metros de alto. ¿Qué es lo que realmente quieres hacer de tu vida? ¿Romper el corazón de todos por una moneda de diez centavos? Siempre podrías romper el mío por una de cinco centavos y yo pondría la moneda».
Luego, el apartado 'Lista de Correos. Cartas en la España del siglo XX' da paso a documentos como la correspondencia que Manuel de Falla mantuvo con Emilio Prados, José María Hinojosa y Manuel Altolaguirre en la primera etapa de 'Litoral'. O se reproducen misivas firmadas por Pedro Salinas, Jorge Guillén, Benjamín Palencia, José Bergamín, Lorca, Dalí, Aleixandre, Prados, Alberti, Cernuda, Altolaguirre, Hinojosa, Miguel Hernández, Gabriel Celaya o Gil de Biedma.
Como continuación a ellas aparecen sendos artículos que hacen mención a algunos de estos documentos, pues están dedicados tanto a los epistolarios de la Generación del 27 como a la importancia que ha jugado la publicación de correspondencia y cartas inéditas en la historia de la revista Litoral. Ya entrados en la recta final aparece 'La letra americana', una sucesión de textos relacionados con César Vallejo, Huidobro, Borges, Neruda, Frida Kahlo, Cortázar, Octavio Paz, Benedetti o García Marquez .
Finalmente, 'Poemas a la carta' se erige en el espacio que recupera versos dedicados a esas letras que se lanzan en un sobre por una treintena de poetas del siglo XX.

El final de la carta

Como epílogo definitivo planea la sombra de las nuevas tecnologías como heredera de las relaciones epistolares tradicionales en artículos firmados por la profesora de Ciencias de la Comunicación Neus Arques y el escritor José Luis González Vera, quien da el toque con final su humor entre canalla y poético en un original texto, 'La última carta'.
Ambos trabajos quizás corroboren las palabras con las que cierra el editorial de este número el director de la revista, Lorenzo Saval: «Sí, estamos ante el final de la carta, de esa carta que te llegaba con bordes azules y rojos del extranjero, a veces con un exótico sello timbrado en un extremo y otras veces con un corazón temblando dentro. De ese trozo de vida, siempre iluminado, que te encontrabas dentro del buzón».
Estas palabras se ven ilustradas cuando añade: «Este 'Litoral' podría ser una carta abierta de despedida a un género literario que, como muchas especies de la fauna, está en extinción. La prueba está en que haciendo este 'Litoral' sobre la carta no recibimos ninguna y, lo que es peor, tampoco la esperábamos».

8 de enero de 2010

Sábato, Delibes y Cardenal propuestos Nobel de Literatura 2010


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Agencias

MADRIR - La Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) propone como candidatos al Nobel de Literatura 2010 a Ernesto Sábato (Argentina, 1911), Miguel Delibes (España, 1920) y Ernesto Cardenal (Nicaragua, 1925), por sus “acreditados méritos literarios”. Esta Sociedad, a petición expresa de la Academia Sueca, propone las candidaturas de escritores en lengua española al más prestigioso premio literario.
 
La SGAE en anteriores ocasiones ha propuesto a Sábato y Delibes, pero es la primera vez que incluye en la nómina al escritor nicaragüense, quien en el 2007 ya había sido promovido por un Comité Coordinador presidido por el escritor Sergio Ramírez Mercado.
 
Sábato publica El túnel, su primera novela, en 1948. Luego se suman Sobre héroes y tumbas (1961) y Abbadón, el exterminador (1974). Recibe en 1984 el Premio Cervantes, considerado el Nobel de las letras hispánicas.
 
Delibes es galardonado con el Cervantes en 1993. Entre los títulos de su extensa trayectoria narrativa encontramos La sombra del ciprés es alargada (1948), con la cual consigue el premio Nadal,  Aún es de día (1949), El camino (1950), Mi idolatrado hijo Sisi (1953), La hoja roja (1959), Las ratas (1962), Cinco horas con Mario (1966), Diario de un jubilado (1955).
 
Entre las publicaciones de Cardenal pueden destacarse: Epigramas (1961), Oración por Marilyn Monroe y otros poemas (1965), El estrecho dudoso (1966) y Homenaje a los indios americanos (1969). En 2009 obtuvo el Premio Pablo Neruda.
 
Los escritores en lengua española que han recibido el Nobel: Octavio Paz (1990), Camilo José Cela (1989), Gabriel García Márquez (1982), Vicente Aleixandre (1977), Miguel Ángel Asturias (1967), Juan Ramón Jiménez (1956), Gabriela Mistral (1945), Jacinto Benavente (1922) y José Echegaray.

3 de enero de 2010

La brutalidad de los textos sagrados

Icono del cómic underground, Robert Crumb acaba de publicar una obra que se inspira en el Génesis. Opinan los artistas León Ferrari y Lucas Varela, quien la considera una obra maestra.

Por: Diego Marinelli
ROBERT CRUMB. Icono del cómic undergraound.



 

Que un historietista se decidiera a hacer una versión del Génesis no es tan raro. Muchos de los grupos cristianos que van de casa en casa en busca de nuevos fieles llevan consigo materiales de propaganda en los que aparecen relatos dibujados de pasajes de la Biblia. En Estados Unidos, incluso, hay toda una industria de cómics cristianos, que no venden lo que las revistas de superhéroes, pero de todas formas son bastante populares. Y en la Argentina de los primeros años 80 se vendía en los kioscos de diarios un coleccionable llamado "La Biblia para niños" que contaba el Nuevo Testamento a través del lenguaje de la historieta, con personajes de caras redondas y ojos grandes, al estilo del manga japonés. Salía los martes. 


Lo que llama la atención es quien se lanzó a hacer su propia versión de los textos sagrados. Pocos de los muchos fanáticos que tiene por el mundo Robert Crumb se imaginaban que el gran maestro del cómic underground iba a salir de su largo letargo creativo con una obra inspirada en el Génesis. Y el asombro está dado, sobre todo, porque Crumb se hizo famoso gracias a historietas libertinas que narraban sus obsesiones con las mujeres y daban testimonio del desenfreno lisérgico de los hippies de San Francisco, durante la década de 1960. Que Robert Crumb publique un cómic sobre el Génesis era tan impensado como que Mick Jagger escribiera un libro sobre el valor de la castidad. Pero ocurrió.

No sólo ocurrió, sino que, además, es una versión extremadamente respetuosa, casi literal, que deja en nada las sospechas de que iba a tratarse de una relectura salvaje del Antiguo Testamento, marcada por el erotismo y la ironía que conforman el ADN de la obra de Crumb. Eso no es, sin dudas, lo que esperaban los amantes del cómic cuando se anunció la aparición del libro, cuya edición en castellano acaba de ser presentada en España por la editorial La Cúpula y previsiblemente será distribuida muy pronto en la Argentina.

La historia del Robert Crumb que revolucionó el lenguaje de las historietas comienza en 1967, cuando se mudó a San Francisco, donde estaba estallando el "verano del amor". Hasta entonces se había ganado la vida dibujando tarjetas de felicitación y haciendo ilustraciones para pequeños medios de prensa, así que la llegada a San Francisco le voló la cabeza –literalmente–, ya que allí comenzó a experimentar con drogas alucinógenas, a frecuentar salas de música donde actuaban grupos psicodélicos como Jefferson Airplane y a disfrutar de las bondades del amor libre. Allí, al poco de desembarcar, fundó Zap Comix, una revista legendaria en la que publicaba tiras que describían el alocado entorno que lo rodeada y que hoy es considerada como la primera piedra del cómic underground (hasta entonces los cómics eran fundamentalmente un fenómeno manejado por grandes editoriales y no tocaban temas considerados conflictivos).


Antes de largarse a vivir en una granja, siguiendo la premisa hippie, y luego a un pequeño pueblito francés, Crumb tuvo tiempo para crear personajes profundamente representativos de los 60, como Fritz El Gato y Mr. Natural, e ilustrar la tapa de discos emblemáticos de esa década como Cheap Thrills, de Big Brother and the Holding Company, el grupo de Janis Joplin. Además, fue quien impulsó la carrera de Harvey Pekar –otro gran ícono del cómic independiente–, encargándose de los dibujos de sus primeros álbumes, y realizó varios libros maravillosos dedicados a músicos de jazz y blues. Un recorrido creativo que está retratado de una manera realmente estupenda en el documental Crumb (1994), dirigido por Terry Zwigoff y producido por David Lynch.

Y Dios dijo: "¡Haya luz!"

Robert Crumb creció en el seno de una familia profundamente católica y es muy probable que con este cómic esté cerrando el círculo que abrió al renegar de las buenas costumbres cristianas, allá por los 60. No se trata de volver a abrazar la fe perdida, sino de regresar a los relatos que marcaron su infancia con la intención de redescubrirlos, de encontrar en ellos símbolos que le permitan comprender el mundo. "Yo no creo que la Biblia sea la palabra de Dios, sino las palabras de los hombres. No obstante es un texto poderoso, con muchas capas de significado que profundizan en nuestro inconsciente colectivo, en nuestro inconciente histórico", reflexiona Crumb sobre este abordaje en el Génesis, el primero de los cinco libros del Antiguo Testamento, donde se compilan episodios fundacionales de la tradición judeo-cristiana como la Creación, Adán y Eva en el Jardín del Edén, la historia de Caín y Abel, la Torre de Babel y el Diluvio, además del nacimiento de las tribus de Israel. "En ciertos pasajes, si creía que mis palabras podían aclarar el sentido del texto, he realizado una interpretación propia", devela Crumb. "Pero me controlé y no me permití demasiado a menudo ese ejercicio de creatividad".


Dado que los textos son transcripciones prácticamente literales, la impronta autoral hay que buscarla en la expresividad de los dibujos y en los fragmentos que Crumb decidió recortar y dotar de una importancia mayor. Así, es posible reconocer las típicas obsesiones de Crumb en la relevancia que tienen dentro de su libro los conflictos cotidianos de las tribus de Israel. Las familias de los patriarcas aparecen retratadas como colectivos humanos brutales en los que hay hijos que traicionan a los padres, hermanos que intentan asesinar a otros hermanos, mujeres celosas y terribles que compiten por el amor de los profetas, intentos de violación, esclavas sometidas sexualmente y otros etcéteras por el estilo que no son inventos de la mente afiebrada de Crumb sino que están tomados fielmente de los textos sagrados.

Una vez que pasan los episodios de la Creación y el Diluvio, el resto de la obra podría leerse casi como una bestial novela rosa cuyos escenarios son los antiguos territorios de Asia Menor. Un mundo primitivo en el que, sin embargo, se establecieron muchas de las normas morales que rigen la vida de numerosos ciudadanos de las sociedades actuales. Con su trazo detallista y expresivo, Crumb pone en marcha la delicadísima tarea de dar humanidad a personajes intocables por su condición de figuras veneradas y decide mostrar sus acciones tal cuál fueron contadas, para que sea el lector el que saque sus propias conclusiones. Sin burlas ni reinterpretaciones. Llegados a este punto, hay que decir que se trata de un comic ambicioso y magnífico, una obra destinada a pasar a la historia del género. El desafío que se impuso Crumb justifica todos los honores: dotar de vida a un texto sagrado e intocable, volverlo mundano, imperfecto, brutal. Tal como el mundo que se creó a partir de sus enseñanzas.

La amistad entre Gabriel García Márquez y Jaime Gabazón

Gabriel García Márquez

El escritor de fama universal hace una visita al dentista de fama universal
La amistad entre Gabriel García Márquez y Jaime Gabazón, narrada en una deliciosa crónica por el peruano Julio Villanueva Chang.
 

El doctor Jaime Gabazón abrió la puerta de su clínica dental de Cartagena de Indias y descubrió a García Márquez tan solo como un astronauta en su sala de espera. Eran las dos y treinta de la tarde del 11 de febrero de 1991 y el paciente había llegado puntual a su primera cita. "En siete años nunca llegó tarde", me contaría tiempo después el odontólogo. En su mesa de centro había literatura de consultorio de dentista, unas cuantas revistas para bostezar la espera y empezar a caer bajo los efectos sedantes de una música de fondo. El doctor Gabazón parecía muy despierto bajo sus anteojos de lector de dentaduras. Tenía esa bonhomía que transpira la gente de la costa de Colombia y unos bigotes que se esmeraban por competir con su sonrisa simétrica. Aquella primera vez García Márquez había llegado hasta allí en su automóvil con chofer, en un barrio de la ciudad cuyo nombre es perfecto para un dentista: Bocagrande.
Cuando el odontólogo salió a recibirlo, el escritor acababa de completar de puño y letra la ficha de su historia clínica: “Nombre del paciente: Gabriel García Márquez. ¿Cuál es su ocupación? Paciente vitalicio. Número de teléfono: Cortado por falta de pago. Si es casado, ocupación de su esposa: Sí, no hace nada. ¿Para qué compañía trabaja su esposa? Ya quisiera yo saberlo. Nombre de la persona responsable por el pago del tratamiento: Gabo, el hijo del telegrafista. ¿Tiene usted alguna molestia o dolor? Molestia sí, el dolor vendrá después. ¿Nos podría decir quién lo recomendó al doctor? Su fama universal”. Fue lo que García Márquez había escrito en esa primera dramática visita que tarde o temprano todos hacemos al consultorio de un sacamuelas. “Un cuento es lo que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras aguardas tu cita con él”, dijo John Cheever.
El maestro
Los primeros siete años de consulta el odontólogo trató a García Márquez con el respetuoso vocativo de maestro. Luego empezó a llamarlo compadre. Cuando se enteró de que la esposa del doctor estaba embarazada de su sexto hijo, García Márquez le preguntó con el entusiasmo de un cura recién ordenado: “¿Y cuándo lo bautizamos?”. Iba a ser el primer hijo varón del dentista. Pero no entendió esa pregunta hasta que alguien que había vivido en México le explicó que en ese país, donde el escritor tiene residencia, a veces el honor de ser padrino se pide a los padres y no al revés. El día del bautismo, García Márquez y su esposa Mercedes Barcha fueron los primeros en llegar a la iglesia. -No creo que nada sea casual -me diría su dentista-. Fue un bautizo macondiano.
Aquella ceremonia no fue la primera coincidencia familiar. El doctor Gabazón recordaba que las familias de ambos habían sido vecinas en el barrio de Pie de la Popa y que la hermana de García Márquez iba a jugar a su casa con la suya. Por entonces el dentista era un bebé de un año y el escritor debía de ser un veinteañero que andaba mamando gallo, ese modo tan caribeño de tomarte el pelo y vacunarte contra toda solemnidad. Eran de generaciones distantes: cuando García Márquez ganaba el Nobel de Literatura, Gabazón hacía un postgrado de Rehabilitación Oral en Ohio State University. La primera vez que el paciente visitó la casa de quien iba a ser su compadre, el novelista entró por la puerta principal y salió por la de la cocina para saludar a las muchachas de servicio.
Según el médico, a García Márquez le gustaba repetirle que cada vez que llegaba a Cartagena de Indias era a él al primero que telefoneaba. Desde que lo visitó en su consultorio, la vida del doctor Gabazón sufrió una metamorfosis. El odontólogo era invitado a leer un fragmento de Cien años de soledad en el Museo Naval de Cartagena. Sus amigos le enviaban libros para que García Márquez se los dedicara. Una firma. Un garabato. Por favor. Las señoras le rogaban fotografiarse con él. Una sola vez. Un minuto. Por favor. Los pacientes que llegaban a su consultorio veían, frente al sillón negro donde se acostaban, un cuadro con una fotografía del paciente ilustre y su odontólogo envidiado.
El escritor aparecía recostado en el mismo sillón que ellos y llevaba una camisa negra y las manos tan juntas como si el dentista lo hubiese maniatado. Quienes veían aquel retrato en colores creían que podía ser la travesura de una computadora caribeña, el burdo montaje electrónico de un fanático. Lo cierto es que el cuadro parecía servir al dentista como una primera anestesia para sus pacientes. De un golpe de vista se olvidaban de sus muelas y la mueca de dolor se enderezaba en la pregunta de siempre. ¿Qué hacía García Márquez allí?
El maletín negro
Cinco años después de conocerlo en su consultorio de Cartagena de Indias, el doctor Gabazón abrió ante mí un maletín negro que guardaba bajo una clave de seguridad. Se acababa de mudar con su familia a Tampa, Florida, luego de haber tenido que partir de Colombia, donde él y su esposa eran militantes evangelistas de una comunidad cristiana. Ambos predicaban en barrios populares donde no eran bienvenidos por la guerrilla de ese país. Era una noche de otoño y el dentista vestía una camisa negra poblada de árboles. Estaba de pie, frente a la mesa del comedor de su nueva casa, buscando algo en el maletín que acababa de abrir. Su mudanza a Estados Unidos no terminaba. En el piso, aún había cajas por desempacar. Por debajo de la mesa se paseaba Blackie, un perro pincher en miniatura, de quien el dentista decía que sólo le faltaba hablar. En las paredes colgaban pinturas de su esposa, la artista plástica Ángela Schiappa. En los meses posteriores a su llegada, el doctor Gabazón aún no podía ejercer de odontólogo en Florida. Mientras tanto trabajaba de ceramista dental en un laboratorio de prótesis molares. Se había vuelto un escultor de dientes de porcelana. Ya era la medianoche y el dentista extrajo del maletín una minúscula bolsa de terciopelo azul, parecida a esas donde los joyeros guardan metales preciosos para protegerlos de los rasguños y del maltrato del tiempo. En uno de los cuartos, Jaime Enrique de Jesús, su hijo menor y ahijado del escritor, se había quedado dormido. Había visto una fotografía en la que García Márquez y su mujer estaban con él frente al cura en el instante del bautizo. Entonces era un bebé y ahora tenía siete años. Si le preguntaba sobre su padrino, no recordaría más que lo que sus padres le contaron. Pero esa noche el doctor Gabazón parecía estar dispuesto a mostrarme lo que no me había confiado cinco años atrás, cuando lo conocí en su consultorio de Bocagrande. En esa bolsa de terciopelo azul guardaba un secreto.
No fueron nada novelescas las razones que llevaron a García Márquez al consultorio del doctor Gabazón. Un odontólogo de Bogotá había operado una corrección en la dentadura del escritor y éste le recomendó al ortodoncista Luis Eduardo Botero para que continuase su tratamiento en Cartagena de Indias. Era una operación de rutina con uno de esos especialistas que te enderezan los dientes en mala posición. El ortodoncista devolvió la dentadura del escritor a su sitio pero le diagnosticó un mal periodontal. En buen castellano, un dolor de encías. Era la especialidad del doctor Gabazón. Fue así como aquella tarde de febrero de 1991 descubrió al hijo del telegrafista en la sala de estar de su consultorio de Bocagrande, luego de que éste escribiera los datos de su historia clínica en una ficha de cartón que le había entregado su secretaria Onira Madera.
-Fue como un mandato de Dios -me dijo Gabazón trece años después en su casa de Florida.
Durante las consultas, García Márquez se volvía más terrenal cuando hablaba de política. Un día el dentista se atrevió a comentarle algo sobre Dios.
-Gabo hizo lo que cualquier persona. Dio un muletazo y pasó a otro tema.
El odontólogo entendió que debía evitar asuntos divinos en sus conversaciones con el novelista. Pero había una pregunta metafísica: qué diablos iba a hacer con sus recuerdos cuando Gabriel García Márquez se muriera.
-Uno nunca sabe -me dijo-. Hasta uno se puede morir antes que él.
-Los dentistas no van al Cielo
-Fíjate que yo sí voy -respondió.
No está mal saber que uno va siempre hacia alguna parte. Sentirse un hombre bueno parecía ser la única soberbia en el doctor Gabazón. Tenía apuntada en su historia dental la última vez que atendió a García Márquez: 20 de enero de 1999. Fue un miércoles. El dentista también recordaba haber recibido una llamada telefónica del escritor en diciembre de ese año apocalíptico.
Gabriel García Márquez se iría de Cartagena de Indias al siglo siguiente. Por entonces, un cáncer linfático se asomaba a su vida. Según el dentista, hubo el rumor de que el cantante Julio Iglesias quería comprar la casa del escritor. Antes de mudarse a Estados Unidos, el doctor Gabazón había dejado una carta a uno de los hermanos del escritor con el expreso pedido de que éste la leyese. También, una caja de galletas preparadas por la suegra del dentista. Esa noche de otoño en Florida, cuando el odontólogo estaba a punto de enseñarme lo que guardaba en su maletín negro, el doctor me dijo que aún no recibía respuesta.
El compadre de provincia
No había razones obvias para explicar por qué García Márquez lo eligió su dentista y luego su compadre. El doctor Gabazón era un odontólogo de provincia. En los estantes de su consultorio de Cartagena de Indias no se asomaba ninguna novela, apenas clásicos de la dentadura anglosajona como Periodontal Disease, dolorosa literatura para odontólogos. El doctor Gabazón no había leído la novela Anestesia local, de Günter Grass, ni el cuento “El dentista”, de Alfred Polgar. Tampoco un episodio de Memorias del subsuelo, donde Dostoievski escribe sobre la voluptuosidad de un dolor de muelas. El doctor Gabazón sí había leído el poema “Desiderata”, que por entonces colgaba de una pared del consultorio, por encima de un mueble con enjuagues bucales y dentaduras postizas. Sobre su escritorio había una calavera que nada tenía que ver con Hamlet. Era la escenografía de un sacamuelas, el lugar común de la castración dental.
El doctor Gabazón tenía una teoría elemental: García Márquez lo había elegido su compadre para romper la rutina de famoso. Hablaba del escritor con familiaridad, admiración y sin falsas reverencias. “La gente se olvida de que Gabo es un ser humano.” Pero la gente también se olvidaba de que el dentista era un ser humano y le preguntaba cuánto se le podía cobrar a un compadre así. “¿Podría decir quién le recomendó al doctor? Su fama universal”, había escrito García Márquez en su ficha de paciente.
Las anécdotas
El odontólogo me seguía contando anécdotas del Premio Nobel de Literatura mientras revisaba el maletín donde guardaba sus más íntimos recuerdos. La historia clínica del paciente García Márquez, retratos de familia con García Márquez, recortes de prensa sobre García Márquez, una muela de García Márquez. Sí. El tesoro del dentista era un molar con tres raíces y una incrustación de oro. Sólo de saber que había pertenecido al novelista, aquella muela adquiría una apariencia de ficción y lucía más horrenda en el acto de extraerla de una bolsa de terciopelo. Ver cualquier muela fuera de su boca hace que uno pasee su lengua para verificar si las suyas siguen allí, dispuestas a masticar y morder. El molar de un genio se ve tan espantoso como el de cualquiera y crea la ilusión de que todos somos iguales bajo las tenazas de un dentista. Pero una muela de García Márquez en tus manos es más que eso. Es la historia secreta de una sonrisa.
Desde años atrás en García Márquez ya habitaba cierta inexplicable predilección por el tema dental. Había dedicado algunos episodios de su obra a lo indefenso que uno puede estar ante un dolor de muelas y a la fascinación que puede causar una dentadura. En “Un día de estos”, uno de sus cuentos más memorables, Aurelio Escovar, un dentista sin título, extrae sin anestesia la muela que ha torturado por cinco días a su opositor, el alcalde de un pueblo sin nombre. Por suerte, García Márquez nunca quiso ser alcalde y Gabazón es un odontólogo titulado. Años después, en Cien años de soledad, el novelista escribió un episodio premonitorio de su primera visita al odontólogo: “Vieron [los habitantes de Macondo] un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas flácidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano“. En resumen, Melquíades terminó sacándose los dientes y envejeciendo de pronto, pero luego se los puso otra vez y sonrió con el poder restaurado de su juventud. El hombre envejece cuando sus dientes no se reponen. García Márquez lo sabía bien. Perder un diente era también una metáfora de la caída del poder. No había sido el primer escritor en fascinarse por las muelas. Joyce y Nabokov habían perdido la dentadura antes de cumplir los cincuenta años y no se ahorraron palabras para retratarlas en sus libros como algo más que un rasgo fisonómico. Martin Amis, otro escritor del club de los desdentados, ensayó en su libro Experiencia una explicación sobre la comunidad de escritores de dientes postizos: “¿Qué más tenían en común Vladimir Nabokov y James Joyce aparte de la pésima dentadura y una soberbia prosa? El exilio y décadas de una precariedad económica cercana a la indigencia. Y una compulsiva tendencia al exceso. Y la desmedida sumisión que merecidamente les inspiraban sus esposas”.
Cualquier parecido con García Márquez era pura coincidencia.
-Es como un Dios de la literatura. Todo el mundo está interesado en cualquier cosa que hace -me dijo el dentista esa noche-. Gabo sabe que yo no puedo esconder lo que pasó entre nosotros.
El último día que lo vio en su consultorio de Cartagena de Indias, el único diente que le faltaba a García Márquez era la muela de juicio. Pero años antes, aquella primera tarde de 1991, en su consultorio de Bocagrande, Gabriel García Márquez tenía una caries y el doctor Gabazón había decidido operar: le inyectó anestesia local, le extrajo un molar, suturó la herida, y tiempo después colocó un implante en su lugar. Según el dentista, el escritor nunca se quejó. Sin embargo, desde esa primera cita hubo una pérdida. En la historia de la literatura, siempre ha sucedido: Homero fue ciego, a Cervantes le faltaba un brazo, García Márquez tenía caries.
-El hilo dental es más importante que el cepillo -me advirtió el doctor Gabazón. Este texto forma parte del libro Elogios criminales (Planeta Perú, Lima, 2009)

7 de diciembre de 2009

Esta parte de la ciudad no es un lugar para los viejos (cuento)

Estoy sentado en un pub irlandés bajo el Castillo de Praga. A mis pies hay una pila de bolsas de plástico. Por su culpa tengo los brazos medio desencajados, porque he tenido que cargarlas –compras para papá– desde Smíchov. Aquí las tiendas han desaparecido. Todo está dedicado al comercio turístico. Esta parte de la ciudad no es, desde hace mucho tiempo, un lugar para los viejos.

Hoy han llevado a papá al hospital. Hace ya mucho que ha dejado de matar el tiempo enumerando todas sus dolencias. Desde hace tiempo su estado es uno de manos traslúcidas y pensamientos confusos. Antes de ir a verlo he venido aquí a descansar. No podría haber elegido peor ni aunque me lo hubiera propuesto. El pub está siempre lleno de una ruidosa muchedumbre de hooligans ingleses. Está en la ruta de pubs baratos, pasado el Castillo, que siguen mientras buscan putas. No tenía ningún sentido ir a otro lugar. La pizzería, la taberna griega, la cafetería mexicana o este repugnante lugar, da igual. Aquí, bajo el Castillo, todo son trampas para turistas. Cuando venía a comer aquí con papá, mamá y mis hermanas, sólo servían a los ancianos y las viejecitas de los alrededores.

 

 

No te dejes llevar por la nostalgia, me digo. Las cosas aquí deben ser mejores ahora de lo que eran antes. En aquellos días, las barracas cruzando la calle, con una estrella roja al frente, era donde los soldados soviéticos comían. Los soviéticos, con sus tanques y sus misiles mantuvieron al gobierno checo bajo un yugo severo, y con él a una sexta parte del mundo, y fue horrendo; y mientras tanto este enredo globalizado, bueno esto es la Libertad. El maldito mal gusto de los centros de las ciudades es evidencia de la libertad de viaje, me digo para tranquilizarme. Es lo mismo aquí que en Florencia, Kioto o Lisboa. La gente quiere ser similar, porque la diferencia sólo engendra malos entendidos y violencia. Y no exagero si digo que ese año, 1989, cuando la Europa del Este se rebeló, salimos de Orwell para ir directamente a Huxley. Pero ¿cuál de los dos es mejor?

Por encima de todo, criatura de nostalgia, no te olvides de que muchos de estos “ancianos” y “viejecitas” del lugar eran uña y carne con la policía secreta y denunciaban cualquier disparate que circulara entre papá y sus colegas. Porque este lugar es donde papá se reunía con disidentes, oponentes al régimen. De vez en cuando, uno de ellos era encerrado. Pero no papá. En esa época nosotros, la familia, estábamos bastante preocupados por eso; no parecía bueno no tener al menos a tu padre en la cárcel. Más tarde comprendí cómo escapaba de ella. A diferencia de otros disidentes, no escribía sobre lo tristemente inepto que era el régimen sino sobre lo inepto que era él. Esta es la razón por la que las cosas que escribió pueden leerse todavía hoy. Las pocas páginas que sobreviven. Quemó el resto. Podría haber berreado contra el régimen como los demás, pero para él era un oponente más valioso el inefable universo, el desconcertante hecho que es la mortalidad del hombre, y también la depresión, ese baño de hielo en su cerebro que le acompañaría toda la vida. Mucha gente nace así.

 

 

Papá nunca encajó de verdad con los disidentes porque él era un hombre de campo. Nunca supo utilizar bien el teléfono ni cruzar con la luz roja, pero era hábil con las manos. Naturalmente yo me convertí en un activista clandestino. Una vez que me encerraron y soltaron por primera vez, fui adulto. Para la mayoría de mis amigos la primera estancia en la cárcel era un rito de paso. Mi madre y mis hermanas invitaban a los vecinos al té, lo que estaba bien y era correcto. Sacrificaban galletas de sus raciones y me cantaban las alabanzas: ¡Pégale y ni siquiera parpadeará! Nunca testificará. Sí, es un buen tipo, reconocían los viejos, y después se servían otra galleta... A ojos de las chicas del barrio, mi atractivo se disparó. ¿Y papá? Se escabullía en alguna parte. Probablemente avergonzado. A él no lo habían encerrado. ¡Ni siquiera era digno de sus molestias! Fue más o menos en esa época cuando empezó a desaparecer en el bosque. Tensaba los músculos, practicaba para su estancia en la cárcel. Creía que eso llegaría. Dormía en el bosque. En teoría, fue mi estancia en la cárcel lo que le inspiró para escribir el ciclo de poemas sobre la ineptitud de la paternidad. Los poemas surgieron de la terrible toma de conciencia de que es imposible proteger a un hijo; garabateaba manuscritos en la nieve con una ramita, después practicaba el autocontrol y los borraba. Y se dice que ese fue el origen de un libro de poemas que nunca fue leído por nadie, Ineptos copos de nieve.

 

 

Mi mirada vaga por el pub. Sí, nos gustaba venir aquí. Antes de que la familia se rompiera. Las primeras en distanciarse fueron mis hermanas. Iveta y Klára no tenían la fibra necesaria para resistir a los reclutadores de la policía secreta en la escuela secundaria y empezaron a acostarse con extranjeros. Su tarea en la cama era descubrir lo que pudieran sobre los planos estratégicos de las fuerzas armadas de la OTAN, la capacidad defensiva y económica de Occidente y cosas así. Creo que las muy guarras disfrutaban con el aspecto higiénico de esos hombres occidentales o árabes, con todas esas cremas y champús, y eso las hizo dejar el colegio... y llevaban a casa paquetes de comida. Yo todavía era un niño entonces, y me lanzaba sobre los paquetes con avidez. Todavía hoy estoy agradecido con mis queridas hermanas. Rezo por sus almas.

Klára se convirtió en agente de la policía secreta. Se mudó a los barracones. E Iveta se casó y terminó en lugar muy lejano. Tengo la sensación de que lo que más querían era no vivir con papá. A veces las despertaba por la noche entre lágrimas y les explicaba que no le salía un verso de un poema... y les preguntaba si había fracasado como padre, ya que ellas se habían convertido en asquerosas putas e informantes... ellas le devolvían el golpe y él salía corriendo a terminar su poema. Los compañeros de cama de mis hermanas –asesores militares y magnates de las armas– nunca se creían que las bolsas bajo sus ojos y las piernas temblorosas por la falta de sueño eran culpa de su padre versificador. Así que de vez en cuando sus celosos amantes les daban una buena paliza. Y cuando se quejaban con la gente de la policía secreta, a veces estos les daban otra. ¡Qué contento estaba yo de no ser una chica!

Mis hermanas se marcharon de casa a la primera oportunidad, aunque siguieron dándole a papá numeroso material sobre el tema de la ineptitud. Klára fue una de las primeras víctimas de los disturbios de 1989. Ella estaba al mando cuando la policía cargó contra los estudiantes en la Avenida Nacional. Una multitud de estudiantes –de los que se dijo que eran de las facultades de matemáticas y física– la sacaron a rastras de su vehículo y la colgaron de una farola, y debajo de ella un par de bromistas hasta encendieron una hoguera. Sí, Iveta terminó de forma parecida. Murió durante el bombardeo de Bagdag. En ese momento era la undécima esposa del califa Umar Barzhagi, en cuya cama había sido puesta por el Partido. Hoy hay una plaza con su nombre en Bagdag. Delante del Palacio Real, sí, Plaza Iveta, ¡no es poca cosa!

Mamá, que hacía mucho tiempo había decidido que era capaz de enfrentarse a cualquier cosa que se le presentara, lloraba y lloraba y colgaba comederos en la ventana por sus almas. Es una vieja costumbre checa. Ni los cristianos ni los comunistas lograron acabar con ella. Lo único que hace falta es grasa de tocino, un poco de pan y, por encima de todo, agua limpia. Las almas de los muertos descienden sobre el comedero en forma de sombras de pajaritos. Si hablas con ellos, y si se llevan la comida, sientes cómo tu pena va menguando gradualmente. Las almas pueden aparecer hasta nueve meses después de la muerte. Después de eso ya no necesitan que te ocupes de ellas.

Papá nunca puso una sola migaja en el comedero. Y aunque pequeñas sombras de pájaros rondaran pacientemente el comedero, incluso durante la más severa de las heladas, y volvieran sus cabecitas hacia su ventana, nunca les dijo una palabra. No tenía tiempo, estaba escribiendo. Fue entonces cuando escribió Aferrarse a la paja, una obra de teatro que da rienda suelta a su profundo sufrimiento causado por su incapacidad para dar amor paternal a sus hijas muertas, a las que cuidó durante toda su maldita vida. Sus muertes le dejaron tan drogado que la transición a la degeneración llegó poco a poco. Esta vez proyectó el sufrimiento provocado por la gélida indiferencia del universo en su entorno inmediato, lo que de manera inevitable le llevó a ser parcialmente descriptivo. Y eso fue considerado como crítico con el régimen. La Praga del último socialismo estaba empezando a desintegrarse. El poema cantaba la caída de todos los organismos vivos hacia la muerte y comparaba la disolución del Estado con el destino de cualquier organismo anciano; las palabras de papá apestaban a drenajes, escayola putrefacta y un viento que se riza alrededor de los flácidos colgajos de los estandartes bolcheviques sobre las comisarías de policía y las cámaras de tortura. Llamó al poema “Cerebro que apesta”.

Esta vez pareció que había dejado huella. Una modesta compañía de amigos disidentes –el resto estaba entre rejas en ese momento– lo aclamó al fin. Y papá fue incluso interrogado. Pero no lo encerraron. Los investigadores no consideraron sus versos peligrosos, sólo estúpidos. Porque el régimen había cambiado de táctica. Ya no trataba de convertir en mártires a aquellos cuyos versos pudieran agitar a un pueblo subyugado. Así que papá fue arrojado fuera de la comisaría, se declaró públicamente que estaba mal de la cabeza y como tal se le concedió (¡corrupto!) una pensión del régimen. Mamá y yo nos entusiasmamos con el dinero extra. Pero papá vagaba por ahí como un cuerpo sin alma. Para colmo de su desgracia, las cosas que escribía –a diferencia de las obras de muchos disidentes– no eran traducidas y publicadas en Occidente; eran demasiado deprimentes. De modo que el subsidio que recibiría como único ingreso cayó como maná del cielo. Con todo, la alegría de mamá duró poco.

 

 

Papá y yo ya discutíamos cuando mamá todavía estaba viva. A pesar de ser incapaz de pensar en otra cosa que no fuera él mismo, lo cual no es raro en gente con depresión, no se le pasó por alto que, después de convertirme en un activista clandestino, dejé de trabajar. Comía de la pensión que él recibía por estar loco. Naturalmente no era así como había imaginado que sería su vida con el único hijo que le quedaba. Me decía que consiguiera un trabajo decente. Me daba lata por no trabajar para conseguir una pensión propia. También le molestaba que me reuniera con mis colegas, otros activistas clandestinos, en nuestro piso. Debatíamos, a altas horas de la noche, sobre cómo derrocar el régimen, y papá decía que eso le impedía escribir. En esa época se estaba acercando a la mitad mala de la cuarentena, así que no creo que pudiera distinguir a un joven de otro. “Son un rebaño, con pelo largo y ridículos panfletos...” Ese individualista, ese solitario, acabaría con nuestro movimiento.

 

 

Sin siquiera anunciarlo, papá se iba a pasar el invierno a algún lugar de las Montañas Gigantes, normalmente para esconderse en alguna ruina dejada por los alemanes expulsados tras la guerra. A veces nos llevaba con él. Alguno de sus más exitosos colegas disidentes, cuyos libros eran publicados en Occidente o que escribían en secreto culebrones televisivos socialistas, le prestaba una casa de montaña. Papá prometía que reformaría el lugar, y a eso se dedicaba todo el invierno. Pero también lo hacía para no morir congelado. En el lugar en que estábamos no había estufa. Así que no podía escribir; sólo podía pensar sus poemas. En esa época él era de la opinión de que tanto mejor que sus poemas sólo sucedieran.

He dicho que era hábil con las manos. Podía hacer un suelo, reparar vigas podridas, limpiar un pozo. Ponía trampas, colocaba lazos para liebres y en un par de ocasiones incluso cazó una cierva al volante de un tractor. Me enseñó a despellejar animales, y ya que sabía hacerlo podía convertir las pieles en un artículo de lujo, como un bañador. Esas cosas eran escasas bajo el socialismo. A veces papá se hartaba de trabajar y cogía su hacha y unas cerillas y se iba al bosque a invernar. En una ocasión nos dejó a mamá y a mí en una casucha para que nos las arregláramos solos. No nos fue mal, con todo: sacamos unas larvas de las vigas antes de que el arroyo se congelara y nos dimos un festín de pescado. Hacía un frío terrible, pero no tuvimos la sangre fría para utilizar como leña las vigas que papá había arreglado o el suelo que había hecho. Esperamos a que llegara la primavera y nos turnamos comprobando las trampas. En una ronda de comprobación mamá dio un traspié y se le quedó atrapada la pierna. Tenía que demostrarle al mundo lo valiente que era, así que no pidió ayuda a gritos ni trató de liberarse de la trampa con una navaja. De haber sido una loba, se habría arrancado la pierna de un bocado. Por suerte, yo salí poco después con un destornillador en el bolsillo; la pierna ya se le estaba poniendo azul. Se tumbó en el suelo con unas mantas, con mucha fiebre, y yo quemé antes que nada las vigas. Después arranqué todo el suelo a su alrededor y también lo quemé. Sabía que había que llevarla a un hospital, pero ¿cómo? No podía contar con papá.

 

 

Tuvimos un fantástico golpe de suerte. El disidente que le había prestado la casa a papá acababa de escapar de la cárcel. Y fue directamente a esa casucha para esconderse. No era su propietario legal, de modo que la policía secreta no la conocía. Llegó en un trineo tirado por un poni, dando un rodeo por el bosque. Pero nosotros teníamos que ir al hospital cuanto antes. El disidente, uno de los mejores cerebros de la resistencia interna, esbozó un brillante plan de rescate. Nos vestimos de pueblerinos –en el pajar encontramos algunos chándales raídos, gorras grasientas y abrigos de cuero mordidos por los ratones–, nos bebimos una botella o dos de vodka y empezamos a tartamudear y gritar... las patrullas de policía en los cruces de caminos nos saludaban... disfrazados de un par de vulgares y nada llamativos palurdos tuvimos a mamá en el hospital al cabo de un par de días. Ese “tío” amablemente disidente asumió un gran riesgo esa vez, y le estoy agradecido. Un día, después de que cayera la cortina de hierro y yo publicara mi primer libro, me hizo jurar por mi vida que nunca escribiría sobre él. No puedo incumplir mi palabra. Así que no revelaré el nombre de ese hombre valiente que más tarde alcanzaría la presidencia. En el hospital salvaron a mamá. Pero durante una manifestación de verano contra las maniobras del Pacto de Varsovia fue arrollada por un tanque. Sé que fue arrollada porque sus piernas no eran capaces de correr mucho después de lastimarse una de ellas con la trampa mientras papá se revolcaba en su soledad en alguna parte. Durante mucho tiempo, tras la muerte de mamá, no nos tratamos.

 

 

Después de 1989, en esos tensos momentos en que los feudos ex soviéticos pasaron de la Ley de Orwell al Imperativo de Huxley, papá se convirtió en conserje de una casa de la ciudad, en el Barrio Pequeño, bajo el Castillo. Esta vieja casa de tortura había pasado, como en un quid pro quo por ser dejado en paz por la policía secreta, al único poeta disidente checo que ganaría el Premio Nobel. Para papá, un escritor que carecía del menor éxito, estar al servicio de un poeta muy estimado le proporcionaba una orgía de ineptitud. ¡Cómo gozaba! Estaba llegando a los sesenta, empezó a quemar su obra y, con los dedos ennegrecidos por las cenizas se entretenía con los suelos y las vigas de la casa, limpiaba el pozo y cosas así. La liberación del país no aportó nada a la relación claramente desafinada que manteníamos. Al contrario. Tiendo a pensar que papá habría estado contento si, después de las muertes de mi hermana y mi madre, hubiera muerto yo y él hubiera podido quedarse solo en el mundo y saborearlo al máximo. ¡Imagínate sobrevivir a toda la familia! Sus poemas de queja habrían proliferado, con ese dolor, como gusanos en una herida. Habría atizado su fuego. Pero no le di ese gusto. Para hacerle daño, después de despilfarrar con euforia los primeros años de libertad, dejé las drogas y el alcohol. Sí, por él. Siempre que nos veíamos, se oía el crujido de las navajas abriéndose en nuestros respectivos bolsillos.

 

 

Han pasado casi dos décadas y visito a papá casi a diario. A veces simula no verme. Ahora le ayudo. Está mal. Manos traslúcidas con dedos corroídos por la ceniza. Pensamientos confusos. Una cabeza de león con el pelo largo gris. Desde hace mucho tiempo es uno de los últimos ancianos que viven debajo del Castillo, algunos centenares de ellos en el Barrio Pequeño. Y esta parte de la ciudad no es, desde hace tiempo, un lugar para los viejos.

Aquí y allá, entre las muchedumbres de visitantes que atestan estas calles, los últimos ciudadanos viejos del Barrio Pequeño siguen arrastrando los pies. Los poco higiénicos disidentes del mundo de Huxley, la evidencia sin gracia de la enfermedad y la vejez, recuerdos de la cortina de hierro. Y los turistas les toman fotos, como hacen con la parca en el reloj astronómico de la Plaza de la Ciudad Vieja.

La señora Tučková, ya vieja cuando yo nací, viene cada día con su pañuelo rojo, como si fuera un regalo del mismísimo Stalin, de camino a dar de comer a las gaviotas en el río. El viejo y gordo señor Horyna, que cada día pone su funesta cara, roja como una cereza hervida, contra una ventana de una planta baja de la Calle del Puente y asusta a los turistas. Y su vecina, la vieja señora Mocková, que a veces vacía un orinal sobre sus cabezas. “Me da igual que sean viejos”, dice el concejal Koštálová, defendiendo la idea de que esos y similares subversivos deberían ser encerrados en un sanatorio en alguna parte. “Pero ¡son tan raros!”, grita ella en el silencio de la reunión de crisis, horrorizada por lo poco políticamente correcta que se ha vuelto. Como mi padre, todos esos viejos pasaron la infancia durante la Gran Guerra. La mayoría de ellos –¡aunque no mi padre!– trabajaron duro durante toda su vida. Muchos de ellos todavía piensan que los agujeros en la ropa deben remendarse, que hay que zurcir los calcetines, que hay que acabarse la comida del plato y que el papel usado debe ser reciclado. De modo que no sólo resultan interesantes para las pompas fúnebres sino también para los etnógrafos. Sí, nuestro contacto con esos ancianos es como un encuentro entre una expedición al Amazonas y los salvajes indígenas. Ambos desaparecerán dentro de no mucho. De modo que el concejal Koštálová y yo estamos confeccionando una propuesta para inmortalizar a unos pocos especímenes seleccionados de la vieja generación. Pretendemos hacer autómatas a partir de los últimos supervivientes. Nada que dé miedo, sino pensado para ser bastante realista, un recuerdo del siglo xx. Naturalmente quiero que uno de esos modelos ocupe el lugar de mi padre. Preservaré tu ineptitud, papá, hechizada en un robot por siempre jamás. Para que los escolares que pasen tiemblen de asombro ante esa cosa “representativa del pasado”. Y el asombro será tan grande, papá, que ni se les ocurrirá, ciegos como son al frío de su propio universo, pensar en lo ineptos que son ellos. Y esa ceguera, esa es la verdadera ineptitud, ¿verdad? Sí, papá, creo que te gustará.

 

 

 

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)

El hospital debajo del Castillo. En el ala geriátrica borbotean un puñado de despojos con tubos conectados. Papá se ha encogido, se ha marchitado. Y ¿dónde tiene las manos? Ya lo veo, está atado. Es sólo una gran cabeza sobre una almohada. Una cabeza con una cabellera de pelo sucio y gris. Abre los ojos. Trata de esbozar una sonrisa. ¡Cómo! Si ha pensado que era el final y de repente me ha visto, debe estar un poco molesto. Mido la circunferencia de su cabeza con el metro plegable. En las sienes. Y le hablo en susurros sobre el autómata. Sus espantosos restos serán eternos. La ineptitud perpetuada. Él sonríe. Sí, siempre he querido que mi padre me sonriera en su lecho de muerte. Sólo para estar seguro, vuelvo a medirle la cabeza. El metro se desliza sobre su pelo. Quiero que mi medición sea exacta. ~

 

Traducción del inglés de Ramón González Férriz

© The Guardian